Otra vez…Invierno.
A poco que me
descuidé, se acortó el día, me atrapó la noche. Prisionero me deja, encadenado
a mis letras sin poder escaparme por la ventana como me gustaría, cerca de ti,
agarrado a tu mano, como hacíamos en días soleados.
Apenas unas
horas, desde alcanzar el cenit, viernes 21 de diciembre, a las 12 horas y 12 minutos.
Letargo numérico, de capicúas y excentricidades, que el capricho de los números nos otorga, nos entretiene.
En ese momento
tenemos, el principio de la oscura noche, más larga, la que nos mece con sus suaves manos, las
que nos ronronea con su música fluvial, con los silbidos de aires, que hacen
que nuestros cuerpos más se acerquen, busquen el cobijo del uno en el otro.
Copos de nívea
y cristalina llovizna, rígida sobre escarpados bloques integrados, jugando a
ser estatuas de efímera existencia, creadas para ser diluidas con la calidez de
un rayo.
Pasando,
mirando pero no parando, aligerando el paso, cerca de nuestro banco preferido,
donde nos contamos nuestras confidencias, donde me tomas de la mano, donde me
estampas tus labios teñidos de ese marcaje para mis lóbulos. Para que estés más
tiempo portándome, me dices. Claro, sonrío.

Me da miedo
cuando te veo alejarte en las tinieblas del bosque encantado, pero frío,
preñado de la semilla de la triste época estival que comienza. Confío en tu
vuelta, señora del bosque. Ya sé que tiene sus encantos.

La llamada del invierno
suena en la lejanía, te pones melosa, me haces señas y te arrimas. Qué
estremecimiento más humano el escuchar la noche y sus habitantes álgidos, donde
marcan pauta, y su territorio queda señalado.
No tardará tanto en que el astro majestuoso se desperece y con
sus largos apéndices consiga despertarnos del adormilamiento, pues tanto llegó
como comienza a crecer, maravilloso día, crece, crece y déjanos disfrutar de tu
luz.
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