Él…
Era muy
rudo conmigo. Me ataba las manos para que no pudiera quitarle los dulces. El
pelo me escardaba con un cepillo, para que pareciera un loco. Me soltaba
mamporros a diestro y siniestro. Podía contar los días, que no me hacía llorar,
con los dedos de la mano. Pensé que me odiaba.
Me
encendió el primer cigarrillo, me hizo creer que sujetaba la bicicleta cuando
yo pedaleaba por primera vez, hasta que me percaté de la mentira y me la di de
bruces.
Saltamos
a espiar a las parejas cuando hacían, lo que hacían, mientras él me explicaba
que aunque los mayores decían que hacer eso nos podría dejar ciego. Él me
replicaba que mejor ciego que imbécil. Que era lo mejor del mundo, que si no
veía la cara de borreguillos que se les quedaba a los dos.
Rompimos
nuestros primeros cristales de las farolas del alumbrado público. Matamos todas
las lagartijas que pudimos.
Nos
hicimos mayores y fuimos comprobando la verdad de las enseñanzas del arduo
corretear entre carros llenos de mugre.
Del
sabor de la escayola en casi todas las extremidades, después de saltar lo
insalvable. Me decía para mis adentros que este tío era un cabrón, que me
quería matar.
Él había
probado todo antes, y claro sin yo saberlo, él decidía qué me enseñaba.
Recuerdo
cuando me sacó del pozo, donde hacíamos flexiones con el cuerpo colgando. Todos
estábamos, era la prueba de fuego. Y como todos, me caí. Pero como siempre,
nadie se metió a salvar al caído. O sea Yo, el idiota de turno.
Excepto
aquel día. Él no le pensó siquiera un momento. Se lanzó, y en tres dentelladas
me había sacado de aquel lugar horrendo, de aquel antro de humedad y siniestras
criaturas.
Pero un día me dijo; se
acabó. Tú sigues por ahí. Fue el día de mi graduación. Nunca podré olvidarlo.
Él me lo dio todo, me enseñó todo. Incluso me enseñó la verdad del amor. Si se
sabe perjudicial para el otro, la manera de ayudarle de verdad, es no estar
cerca. Si su influencia es una enfermedad, lo mejor es desaparecer.
Aquel
día, estaba contento por la graduación. Desgarrado por su pérdida. Hoy
comprendo el gran amor que me tenía. Me dejó marchar, pues me había
enseñado todo lo bueno que sabía. Lo que quedaba, no era más que maldad.
Adiós, te echaré de menos, Amigo.
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