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lunes, 23 de julio de 2012

Por la plata.(i)

Por la plata.(i)
Mefistófeles Gracia Delacruz, rondaba la cuarentena, había discurrido su vida de una forma bastante zarandeada. Al nacer fue repudiado por sus padres, un pobre diablo dedicado al trapicheo de hojalatas, excusa perfecta para zanganear en busca del descuido más inocente de sus posibles tratantes. Y una mujer nacida en la cuna destructiva de la prostitución. Desde pequeña sabía practicar mejor el francés y el griego, que su lengua materna, el castellano, si a lo que ella hablaba se le podía llamar castellano. Así fue como Fistofé, tomó sus primeras enseñanzas en un convento de las monjas del sagrario. Las monjas lo encontraron en un liadillo de ropas mugrientas, con una nota. Muy bien escrita, debió de pedírsela su madre a algún estudiado al que ayudara en sus sesiones de francés. En la nota decía: Se llama Mefistófeles y ya se darán cuenta por qué. Cuídenlo, al fin y al cabo no es culpable del lugar donde nació. Como ustedes entienden más de Dios, pues se lo explican, nosotros ya tenemos bastante con sobrevivir.
Las monjas al escuchar los berridos que daba aquella criatura, atendieron a la puerta y también entendieron la nota al vuelo. Aún les sonaba sacrílego llamarlo por su nombre en la casa del Señor, así decidieron que mientras permaneciera bajo su tutela, se le nombraría por el diminutivo de Fistofé, ocurrencia por otra parte de la muy creativa madre superiora. Así quizás se le apegue algo de fe. Pero Fistofé iba creciendo debilucho, las frugales comidas del convento tampoco ayudaban en demasía a crear masa muscular. Era Fistofé listo como el hambre, al menos así lo creían todos en el convento. Nunca estaba cuando ocurría alguna desventura, pero siempre sabía qué había pasado y cuándo y por qué. A medida que iba creciendo todos le preguntaban cómo sabía esas cosas. Él encogiéndose de hombros siempre decía, tengo los ojos en la cara, no como ustedes.
Su mente no dejaba de cavilar en ningún momento del día, y de la noche, pues desde pequeño había sido propenso a dormir poco y con un sueño ligero, avizor. Como si temiera algo, le vendría de los genes inoculados por sus padres. En su cabeza rondaba siempre una cosa. Algo que todos tenían siempre en boca, hasta las monjas que según ellas vivían en una vida de contemplación, reclusión y austeridad para con Dios. Esa cosa no podía ser otra que la Plata.
Todos, desde la mejor persona, él creía que era el ebanista. Hasta la más ruin, la señora condesa, según sus ojos. Hacían las cosas por la Plata. El pobre ebanista aunque intentaba no cobrar mucho a las monjas por sus reparaciones, algo aunque fuera en dulces, cobraba. Pero la que parecía que ayudaba por su buena voluntad, por su buen corazón. Cuando fue más mayor y vivía fuera de su recogimiento, pudo comprobar que detrás de todos sus buenos gestos estaba quedarse con las innumerables tierras del convento. Cuando él se acerca a cumplir la cuarentena, la señora condesa va a llegar a las cuarenta veces que logra pasar a su nombre unas tierras, por el bien de la comunidad de monjas. La madre superiora, una arpía compinchada con la condesa, si no, algo más. Aunque él veía lejos, nunca consiguió trincarlas en falta de fe, cuando se encerraban por dentro en la estancia de la priora.
Estos recuerdos de la infancia les venía a Mefistófeles ahora, cuando su amigo Marcial le había llamado como Fistofé, para comunicarle que tenía un trabajillo que realizar. Había que secuestrar a un tío. Por qué preguntó Fistofé, y él con su recuerdo fresco se contestó antes que Marcial abriera la boca. Por la Plata…
Maldita historia, vuelven los comienzos, por la Plata, adivinó sin querer...

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